Uno detrás del otro, hombres y mujeres atraviesan el escenario a lo ancho formando una larga fila. A media luz nada permite realmente distinguirlos el uno del otro. Hasta los colores de su ropa se parecen. Algunos caen, se levantan, retroceden, pero todos acaban avanzando y desapareciendo en una especie de movimiento constante. Así se representaban en la Edad Media las danzas macabras. Esas pinturas y dibujos mostraban a pobres, ricos, jóvenes, ancianos, enfermos y sanos andando juntos detrás de un esqueleto gesticulante para expresar que frente a la muerte todos somos iguales.
Los Nocturnos de Chopin – piezas románticas para piano compuestas en el siglo XIX – acompañan a ese desplazamiento melancólico. Inspiraron a Thierry Malandain esta evocación de las danzas macabras y dan su nombre al ballet. Los veintidós bailarines parecen pues los personajes de un largo fresco que se desarrolla ante nuestros ojos. Avanzan solos o en pareja, se cogen de la mano o siguen al grupo, a veces se empujan, corren o se ponen a temblar. Si bien la mayoría se resigna a su fin programado, algunos sin embargo intentan librarse. Luchan, se arrastran hacia atrás, se arquean o se encajan para mejor resistir a su destino. Pero hagan lo que hagan, parece ser que ya perdieron la profundidad y el peso de sus vidas. Sus movimientos les llevan irresistiblemente hacia la tierra que pronto recogerá sus cuerpos. La distancia entre el patio y el jardín (son los nombres que se dan a ambos lados de la escena) es el espacio que separa al mundo de los vivos del de los muertos.
Sin embargo, incluso condenados a pasar hacia el “otro lado”, los humanos se toman el tiempo para bailar al unísono. La belleza de la música consuela sus angustias en una comunión casi sagrada. Apacigua también a aquel que, en el último instante, intentaba en vano escapar de su destino.